Autor: YLIA TOPPER . Estambul
Publicat a El Confidencial
(és una mica llarg però val molt la pena)
Corría
el año 1995 y en Argelia, los islamistas empezaban a pegar tiros en
la calle a mujeres que se resistían a la consigna de llevar velo. Me lo contó
Fayza en un bar de Cádiz. Ella, periodista argelina, había tenido que huir a
España ante las amenazas. Se dio cuenta de que no tenía futuro en su patria el
día que entró en la redacción y, como de costumbre, quiso dar un abrazo a un
colega. Cuando el hombre la rechazó y no le quiso ni dar la mano porque “tocar a una
mujer es impuro”, Fayza sabía que Argelia había dejado de ser su país.
Siempre nos quedará París, pensó Fayza, pero se equivocó. En
aquellos días, Francia estaba revuelta porque había tribunales
que empezaban a prohibir a las alumnas el uso del velo en los colegios.
El mismo velo que imponían a punta de pistola los islamistas que tenían
amenazada de muerte a Fayza. Ese mismo modelo, estandarizado de Marruecos a Malasia,
que es necesario para ocultar “los encantos de la mujer” y evitar así que ella,
en la esfera pública, provoque pensamientos impuros en los hombres.
Ese símbolo del fundamentalismo religioso, que en Argelia muchas
mujeres se veían obligadas a colocarse por primera vez en su vida para poder
salir a la calle y volver vivas a casa, de repente era en Francia una muestra de “multiculturalidad”
y de “libertad
de vestir”. O eso decían los movimientos feministas,
aplaudiendo a quienes intentaban llevarlo. A Fayza le dolió. “Me he sentido
traicionada”, me dijo.
Han pasado 20 años pero la traición se sigue cometiendo. Lejos de
ser una moda momentánea -también de eso se quiso disfrazar el hiyab en los años
noventa-, el velo islamista se ha hecho con el poder. En las calles de Argelia,
Egipto, Palestina, el norte de Marruecos, y sobre todo en el discurso: Europa
cree ahora, a pies juntillas, que “las musulmanas llevan velo” porque “es su
cultura”.
Es una mentira de tal envergadura que solo cabe
compararla a la extensión de los yacimientos petrolíferos de Arabia Saudí
o la profundidad de sus arcas públicas.
El debate tras la prohibición del burkini en algunas playas de
Francia ha revelado la dimensión del colaboracionismo europeo con la expansión
de la mortífera ideología
wahabí. En su afán de “dar voz al colectivo afectado”, la prensa
española publica artículos en los que salen a posicionarse... mujeres
españolas conversas, como Laure Quiroga o Amanda Figueras,
apoyadas por personajes como Brigitte Vasallo que sin declararse musulmanas defienden a
ultranza el hiyab como “libertad de vestir”. Beneficiándose del
secuestro del término “feminismo”, al definir el “feminismo
islámico” como una postura que da a la mujer plena libertad de
someterse a la doctrina religiosa elaborada por teólogos para proteger al varón
contra la perniciosa influencia de la fémina.
Porque eso, y no otra cosa, es la justificación teológica del
dogma del velo, el niqab y el burkini en el islam fundamentalista que hoy se ha hecho con el poder:
evitar al hombre en el espacio público el mal trago de ver la piel o, Dios no
lo quiera, el pelo de una mujer. Si lo atisbara, afirma la doctrina, podría
tener pensamientos impuros e incluso verse incitado a asaltarla y violarla.
Para proteger la sociedad contra tales desmanes que forman parte de la
naturaleza del varón, deben ocultarse “los encantos” de la mujer: hiyab para
las normales, niqab -tapando todo salvo los ojos- para las
especialmente guapas (esto no es una broma mía: es la
doctrina oficial).
Es curioso el argumento final de las islamistas mencionadas cuando
se llega a este punto: se declaran “hartas de que un hombre opine sobre cómo visten las
mujeres”. Una frase que revela la ideología que comparten con
el burkini: el derecho a la palabra se da en función del sexo de las personas.
Argumentar entre iguales sobre qué ocurre con la sociedad, debatir posturas
políticas, eso ha quedado desfasado. Ahora se trata de segregar la
humanidad en dos mitades, hombres y mujeres, que no deben tener
opinión respecto a lo que haga el otro sexo. Encaja perfectamente con la
ideología que, basándose en Biblia y Corán, niega a las mujeres el derecho al
voto, porque la política es cosa de hombres.
Pero extrañamente, esa “hartura” de que “un hombre opine sobre
cómo visten las mujeres” solo se aplica a quienes estén en contra del velo.
Porque de la opinión de miles de teólogos, todos ellos hombres, que a lo largo
de los siglos han elaborado la doctrina de la sexualidad del pelo de una mujer,
de esa opinión no están hartas en absoluto. Que ni siquiera podrían imaginar qué
es un 'hiyab' -no lo explica el Corán- sin esa opinión
detallada de hombres barbudos sobre lo pernicioso que es su cuerpo, de eso se
olvidan.
Se olvidan también de explicar que es esa ideología la que ha
llevado a una australiana en 2004 a patentar la marca 'burkini' para “las mujeres deportistas y
púdicas” y que la prenda es solo una expresión de ese “pudor”
que consiste en no tocar a un hombre, salvo el marido o hermano, en no quedarse
a solas con un hombre en una habitación “porque Satán es el tercero”. Con tal
de camuflar la existencia de la inhumana ideología wahabí, todo vale, incluso proferir
brillanteces como esta, dedicada al burka: “Pensar que esta prenda es
patriarcal y que las mujeres no tienen manera de redomarla es una mirada totalmente colonial”.
Palabra de Vasallo.
Colonial. Esa es la palabra. Las conversas españolas
y sus aliadas tachan de “coloniales” a las feministas marroquíes, argelinas,
tunecinas, egipcias, sirias o turcas que llevan décadas
denunciando la expansión del islamismo radical. En sus intervenciones públicas
no solo las silencian: las agreden y condenan cuando a alguien se le ocurre
mencionarlas. “Me parece que el chico no se ha enterado que Wasila Tamzaly es
atea y que no sé qué pinta opinando sobre islam o los musulmanes” se queja la
conversa Quiroga tras descubrir el nombre de la feminista argelina Wassyla Tamzali,
de 74 años, cerca al suyo en un reportaje. “Tampoco creo que
nos vayamos a morir esperando que la señora colonial nos regale su sello de garantía
feminista”.
Llamar “señora colonial” a una abogada argelina que ya como
estudiante militaba en las filas del independentismo y que ha dedicado
toda su vida a construir una Argelia con más derechos para sus
ciudadanas, jugándose la vida, expresa esa inversión de la realidad: quien no
apoye la doctrina wahabí respecto a la bondad de exhibir la marca de “identidad
musulmana” que constituye el hiyab o niqab, solo puede ser “un macho blanco
colonialista”. Cuando casualmente es una mujer magrebí, se le ha de llamar
colonialista de todas formas.
Porque en nombre de “las musulmanas” solo pueden hablar las islamistas,
aseveran las conversas, no una persona nacida como musulmana en un país que obliga
a todos sus ciudadanos a ser musulmanes de por vida, y de cumplir con una
legislación fundamentada sobre la teología musulmana. No no: ellas no
deben opinar de la ideología que determina cada día la rutina de su vida, bajo
amenaza y coacción.
Sorprende la soltura con la que manejan las conversas la maza de la
“islamofobia” para quien denuncie la imposición de la ideología
inhumana wahabí. Islamofobia es lo que practican ellas: acallar y denigrar a
las mujeres nacidas musulmanas en un país musulmán, feministas que creen en
la igualdad sin adjetivos religiosos, simplemente la igualdad. Mujeres como Wassyla Tamzali (“El burka
es el grado máximo de la deshumanización de la mujer, que empieza con el velo”)
Nawal Saadawi (“Religión y feminismo son antagónicos. Hay profesoras que se
ponen el velo porque tienen la mente velada”), Soumaya Naamane Guessous (“Lo
que me molesta es que hay una vinculación fanática a la religiosidad. Todo debe
pasar por la religión”), Salwa Neimi (“Lo que vivimos es una
deformación de nuestra propia cultura árabo-musulmana”), Aïcha Maghrabi
(“Desgraciadamente, las niñas en la escuela son ya obligadas a usar el hijab”),
Sukran Moral (“El velo es una puesta en escena para conquistar
toda la sociedad a través del cuerpo de las mujeres. Es un juego
sucio”). A ellas y a todas las mujeres marroquíes que agradecen
el aire de libertad en España y observan con preocupación cómo la ideología
wahabí está llevando a cada vez más inmigrantes a adoptar un traje prescrito
por normas ultramontanas que nunca existió en su patria ni su tradición, que
nunca han visto en sus abuelas.
“No es que las musulmanas sean sumisas: es que son lo bastante
rebeldes como para retar con sus cuerpos al Estado racista”, es
la última perla de Vasallo. Claro, retar a un Estado laico que tiene entre sus
fundamentos la igualdad de mujeres y hombres. Eso sí. Nunca retar la autoridad
de los Estados que destierran esa igualdad, nunca la de los teólogos que decretan
obligatorio el velo, la segregación de mujeres y hombres. No, Dios no lo
quiera. Qué
'cool' queda rebelarse contra el sistema que le otorga
a una la libertad de rebelarse, en lugar de amenazarla con
violencia, cárcel y muerte.
No siempre es sumisión: hay mujeres que enarbolan esta ideología
por decisión propia y que llevan orgullosamente la bandera de la segregación
sexual en nombre de la fe. Han elegido el bando de quienes imponen esa
ideología en medio mundo, mediante pistola, ley, cárcel, porra y ácido. No son
sumisas ni oprimidas. Son opresoras.
Sus víctimas, las mujeres que sufren esas leyes, ya las haga el
Estado, ya la televisión por satélite a través de la mano larga de los matones
del barrio, no tienen derecho a hablar. Ellas no interesan a las 'feministas' conversas.
Hablamos de España, no nos metemos en lo que diga la ley o la sociedad en
Marruecos, Egipto o Arabia Saudí. Por supuesto aceptamos encantadas una
invitación a un seminario en Qatar, pero en cuanto salta el tema del velo,
nosotras somos españolas y nos limitamos a pedir la libertad que garantiza
nuestro país laico. Los demás, que hagan de su burka un sayo.
Algunas difunden tuits y memes con la “denuncia doble”: contra la
imposición del velo y contra la prohibición del burkini. Para cubrirse las
espaldas (además del pelo) y para equiparar el agravio contra unas pocas
centenares de ultraislamistas en Francia con la opresión sistemática y a menudo
mortífera de decenas de millones de mujeres. “Estamos hartas de
que nos digan cómo vestir”, reza el eslogan. Hartas del laicismo, quieren
decir.
Porque nunca he visto a estas “feministas islámicas” firmar una carta
abierta a regímenes como el saudí, el qatarí o el iraní. Nunca
las he visto montando una campaña de protesta contra la Universidad de Al Azhar
por adoptar la doctrina de que toda musulmana debe llevar velo. Nunca las he
visto colocarse con una pancarta en la puerta de las mezquitas españolas donde
los imames predican a los hombres que, por Dios, deben velar a sus mujeres.
No no, sería de colonialistas decir a los musulmanes de qué forma pueden o
no pueden oprimir a sus mujeres.
Este discurso no solo oculta la realidad del colonialismo financiero e
ideológico saudí, y su transformación radical de las sociedades
musulmanas tradicionales. También cimenta la visión de la ultraderecha europea:
la que proclama que hay dos “civilizaciones”, la “occidental” y la “musulmana”,
que pueden y deben mantenerse diferenciadas con sus “marcas de identidad”
propias. Respalda la idea de que vestir un burkini es algo “habitual” para una
musulmana porque expresa su “natural sentido del pudor”, distinto al occidental.
La ultraderecha racista se basa en esta visión para exigir que “lo
hagan en sus países”. La seudoizquierda abducida por la doctrina wahabí exige
que lo puedan hacer “en nuestras playas” para mostrar así la
“diversidad” de culturas. Ambas luchan, hombro con hombro, para
erradicar la diversidad de las culturas magrebíes, norteafricanas, levantinas o
anatolias a favor de una visión única: la musulmana lleva velo. Hiyab, niqab y
burkini.
¿Significa todo esto que estoy a favor de la prohibición del
burkini? Nunca he estado a favor de cambiar la sociedad mediante prohibiciones.
Pero el debate sobre el burkini, tal y como se está llevando a cabo, es
criminal, al intentar vendernos como “una prenda cualquiera” el símbolo de la
máxima opresión sexista ideada por la humanidad. Sí, la máxima:
a ninguna otra ideología que la wahabí de Arabia Saudí se le podría ocurrir
dejar que se quemen vivas decenas de adolescentes en un colegio sólo para
evitar la impureza de que las pueda ver sin velo un bombero hombre.
El niqab, el burka, el burkini son expresión de la segregación
sexista teológica. Fingir otra cosa es ser cómplice de los criminales que prefieren
dejar quemar a una mujer con tal de no tocarla.
Si el islamismo respaldado por las conversas y sus aliados,
los racistas ultraderechistas, no se hubiera adueñado del
discurso sobre la inmigración musulmana, no haría ninguna falta prohibir
burkinis: todos seríamos conscientes de que se trata de un símbolo político de
opresión, y como tal se podría respetar dentro de la libertad de expresión, como se
tolera la imaginería neonazi o una web de propaganda norcoreana.
No es la prohibición del burkini lo que Quiroga, Figueras o Vasallo combaten
desde sus atalayas: es el discurso laico. Si ellas no silenciaran y combatieran
el feminismo laico de los países musulmanes, ese feminismo también podría
llegar a las inmigrantes en las playas de Francia.
Ésta es la traición. Hasta aquí hemos llegado. Las conversas
expiden a la prensa española que las entrevista el certificado de “Libre de islamofobia”.
Yo me quedo con Zineb El Rhazoui, amenazada de muerte por los ideólogos a los
que siguen las conversas: “Al tomar partido por el ala fascista del islam,
arrojas a sus fauces a los demás, a la mayoría silenciosa y a la minoría laica
militante. La
Historia no te lo agradecerá”.
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